Por @FriquisVerdes
Era un 2 de julio del 89. Verano sevillano y un reto casi imposible por delante después del ridículo de unos días antes en el Heliodoro Rodríguez López, donde el Real Betis cayó por 4-0 en un partido del que siempre se recordará la actuación de nuestro portero, Nery Alberto Pumpido. Promoción, en nuestro caso de descenso, contra el CD Tenerife.
Procedo de una familia muy futbolera. Mi padre jugó al fútbol a un nivel decente, aunque modesto. En aquella época era presidente del club de mi ciudad, que no pertenece a la provincia de Sevilla. Yo tenía 8 años. Mi padre no me había enseñado, por ejemplo, a montar en bicicleta, lo único que quería es que me gustara el fútbol tanto como a él. Poco antes me había llevado a un partido del CD Málaga en La Rosaleda y no tuvo el éxito que esperaba, pero lo volvió a intentar, en Heliópolis. Recuerdo que en el transcurso de los 120 kilómetros de trayecto hasta Sevilla me dijo que el Betis tenía que hacer un milagro para mantenerse en Primera.
Él no era bético, pero simpatizaba como tantos andaluces de cualquier rincón con el club más popular del sur de España. Llegamos al viejo Gol Norte y, más que en el partido, mi atención se centró en la grada desde el calentamiento. Cuando el Villamarín se arrancaba a cantar, el suelo retumbaba. Era atronador. Iban pasando los minutos y, pese a que el Betis llegaba con peligro, el marcador no se movía. Ya en el minuto 81 Chano marcó el único gol, un 1-0 que no nos servía para seguir en Primera. Fue ahí, cuando ya no había ni la más mínima opción, cuando todo el estadio extendió sus bufandas y cantó un infinito “Beeeeeeeetis” que, a mí, un niño de 8 años sin relación alguna con Sevilla, me puso los pelos como escarpias.
Yo era totalmente consciente de que el Betis se acababa de estrellar en lo deportivo, por eso le di todavía más valor. “Papá, yo quiero ser uno más de estos”, algo así le dije. Desde entonces lo seguí desde mi ciudad, en la tele. Y a veces convencía a mi padre para que me volviera a llevar al estadio. Lo hizo decenas de veces. También empezamos a desplazarnos fuera del Villamarín. En mi época de instituto mi motivación para aprobar no era tener la posibilidad de poder estudiar una carrera en una capital que me diera un buen trabajo en el futuro. Ni las fiestas. Era irme a estudiar cualquier cosa a Sevilla y sacarme el abono en Gol Sur. Lo conseguí en 1999, previo transbordo en Gol Norte. Hoy, ya de vuelta a mi pueblo natal, sigo sin faltar cada dos semanas a mi grada. Toda mi familia es bética por mi culpa. Y los 120 kilómetros de distancia hasta Sevilla y los que encarten para acompañar a mi equipo fuera, los sigo haciendo con mi padre. Así seguirá siendo mientras los dos podamos. Y sé que, como yo, hay cientos de niños y mayores que en el Villamarín encontraron lo que no dan los títulos ni el dinero: esencia, pasión y una identidad inquebrantable. Un club diferente a todos los demás.