Por Reyes Aguilar / @oncereyes
Por romanticismo, tesón y sevillanía decía Joaquín Romero Murube que era bético. Más allá de las fronteras, los marketings y otras modernuras, aún quedan resquicios para que el Betis de albero, tercera, sufrimiento y Alabimbombá se asome. Y lo hace intramuros, donde el Manquepierda tiene una embajada, una cátedra de esa idiosincrasia tan inexorablemente bética como es la corona, el Balompié o el verdiblanco de las rayas de la camiseta, al que nos debemos aferrar como si de los adoquines de la calle ancha la Feria se tratasen. Entras e intuyes que estás en un lugar diferente cuando te recibe una frase: “verás al Betis en todos los estadios, pero siempre juega en casa”, y sientes que estás en la tuya.
Flanqueada por el magnetismo del palacio que la encierra, la trasera de la Iglesia de Omnium Sactorum (donde se bautizaron Juan Belmonte, sin duda el torero más trianero, o la voz de Triana, Jesús de la Rosa Luque) y la plaza de abastos, donde la vida resucita cada día entre sus puestos de ultramar, sus olores, sus colores y su alegría, haciendo honor a su nombre. Una alegría que contagió a quien escribe, tras vivir el privilegio que supuso contar a los béticos los porqués de mi beticismo, tan similar a los de los que acudieron a la I Tertulia organizada por Betis Bohemio.
Un honor fue recibir su atención y un orgullo verme en el brillo de sus ojos, que es por donde asoma el Betis de verdad, porque hablar del Betis con los béticos es de las mejores cosas de ser bético, valga la redundancia; es estimulante, gratificante e ilusionante, se aprende de la universalidad que no atiende ni a razones, ni a kilómetros ni a estadísticas, que pierde, que gana, que inunda de verde allí donde haya un bético, porque que nos viene en la sangre, de padres a hijas o de abuelas a nietos, como verdadera magia del Betis.
Y gracias a esa magia supimos que el apátrida Atila Ladinsky acabó en la moto de Carmelo; de Sofía, una bética que criaba pájaros con nombre de futbolistas; de la foto memorable de Loreto, aquel delantero de apellido noble macareno sorteando la lluvia con el diez a la espalda entre los paraguas, como su tío sorteaba, con el martillo en la mano, los callejones del viejo arrabal (óleo sobre lienzo sobre las paredes de una peña que es una galería de arte); la bandera del Betis Alé, San Pancracio, una camiseta de Vidakovic que para la causa cedió el cineasta Alberto Rodríguez y la bufanda del partido ante el Eintranch de Frankfurt sobre la estantería donde reposan las ollas. El ilustre y antológico corte de mangas de Biosca y Curro Romero sobre el tirador de cerveza, el abanderado del CurroBetis que puso palabras a la anarquía bética con aquel se es bético porque sí, para que no quedase duda alguna, si es que quedaba.
La intransitable hace treinta años calle Arrayán por donde la otra noche se oyó entre todas las voces, una: la de la bendita rama que al tronco nace de aquel tabernero con voz de barítono que en la gloria bética esté, “Alioli que es mi Betis, un equipo campeón, de las garras a los leones, la copa le arrebató…”. Una noche inolvidable la vivida en la peña bética del barrio de la Feria, la ultrabética, gracias al rótulo que tuvo la suerte de descomponerse para bautizarla con ese beticismo de pellizco, cercano, emocionante, de sentimiento e inagotable que es ser bético por tesón, romanticismo y sevillanía, bases de nuestro inexorable, eterno e indiscutible sello, el inmenso Manquepierda, como la mejor filosofía de vida. Una peña con alma en el alma de un barrio donde a Sevilla le late el corazón entre cinco mariquillas, el Moscú sevillano, donde el verde esperanza es más Esperanza que verde.