Fue la primera vez que pisaba ese Villamarín escenario de muchos de nuestros mejores recuerdos, con el foso o el antiguo palomar. Aquella tarde de junio de 1995 el estadio se llenó como acostumbra cuando de una cita con la historia verdiblanca se trata; nos apiñamos como balas de cañón para decir adiós a una de las trece barras del escudo, que colgaba las botas despidiéndose de su afición como futbolista, convirtiéndose en mito y dejando para la eternidad su esencia cosida a zancadas por la banda izquierda del Villamarín y las medias bajadas como patrimonio intrínseco de nuestra humanidad. Aquella tarde, aquel niño ya llevaba en los ojos, y para siempre, ese brillo de los que en el corazón les brota esa bendita rama que del tronco nace. Aquel día disfrutó sin saber que ocurría, entre banderas, cánticos y el júbilo que despedía al dorsal número tres entre los suyos y los que le acogieron para cambiarle la camiseta verde por la blanca.
Es aquella rama la misma que aflora del tronco que me ata a una familia de béticos y béticas inexorables, mujeres de mi familia encargadas de continuar la estirpe verdiblanca en base al tesón y a ese sentimiento poderoso, capaz de afrontar la adversidad con instinto manquepierdístico que emerge cuando la adversidad se pone en contra. Una filosofía de vida con la que afronto el porvenir, un sentimiento que nació conmigo y que la mano de mi padre reafirmó cuando por primera vez me llevó a subir las escaleras del vomitorio con una entrada adquirida en una de las taquillas ovaladas de Gol Sur. Ahí recibí el testigo de esa pasión que nos identifica, que vira en alegría o en sufrimiento a su antojo haciéndonos presos de esa pasión irracional y arrebatadora llamada Betis. Ese descubrimiento de los sentidos al verde, al blanco, al entusiasmo y a la hierba, no lo olvidaré mientras viva; sangre verde transmitida por el matriarcado bético encargado de perpetuar la estirpe.
Aquel niño, nacido el mismo verano en el que Sevilla se vistió con su traje universal, apenas hablaba y ya recitaba los equipos de primera división como una letanía con media lengua, conoció el Betis de Kowalczyk y cantó los goles de Alfonso subido en la baranda de Gol Norte mientras en el ambiente comenzaba a reconocerse entre todas las voces una: “¿dónde estaban ustedes en el 92?”. Vivió como al Balompié se le añadían las iniciales SAD y el ascenso de Burgos, la bicicleta de Denilson y la sombra juguetona de Finidi, mientras en lontananza, el equipo competitivo con Serra a la cabeza y aquella cantera de ensueño de Cuéllar, Márquez, Roberto Ríos o Merino con la finta de Joaquín, le llevasen a soñar subido en un autobús desde el Polígono de San Pablo, donde la banda izquierda del Villamarín tiene su prolongación, hasta el Vicente Calderón, para vivir la experiencia inolvidable de ver a Cañas levantar la Copa de Campeón. Después llegaron los fuegos artificiales con el brillo europeo, el gol de Dani, la elegancia de Ricardo Oliveira y el Curro Betis; los descensos, los sufrimientos y las lágrimas de rabia en los ojos de un niño por donde asoma ese Betis de verdad, el que duele, el que se lleva intrínseco. La vida me regaló el privilegio de ser bética, la oportunidad de poder transmitir lo que amo y verlo correspondido, pero nada es comparable a la satisfacción que produce ser madre de béticos, el orgullo inmenso de saberme parte de esa bendita rama que del tronco nace.
Por Reyes Aguilar (@oncereyes)
No se puede describir mejor