Por Esteban Llamosas, escritor de Córdoba (Argentina) y Profesor de la Universidad Nacional de Córdoba. Este cuento se encuentra publicado en el libro Nos recibirá la tierra (2024).
Al principio creyó que era una broma, había anunciado su retiro hacía tres meses. El inglés defectuoso, mezclado con un portugués todavía peor, volvía confusa la comunicación. Pero Quique Londoño le había avisado que lo llamarían, así que tuvo paciencia. Sin embargo, escuchaba por amabilidad, con la firme intención de rechazar cualquier propuesta apenas se la formularan. Entonces le mencionaron la cifra que le pagarían, astronómica, casi obscena, y tuvo que decir que estudiaría la oferta y respondería cuanto antes. Con el celular todavía en la mano, algo incrédulo de lo que había escuchado, su primer impulso fue llamar a su antiguo entrenador. Quique Londoño, zaguero áspero del fútbol español en los años setenta, luego director técnico con altibajos hasta su época dorada en el Betis, lo atendió de inmediato. “Esperaba tu llamado, ¿qué te ofrecieron?”, le preguntó. Toninho Pernambucano le mencionó la cifra y el otro soltó un insulto de sorpresa. Después le dio los detalles de lo poco que había comprendido: el Mazambo, equipo principal de Bangania, le ofrecía contrato para jugar por un año. “No sé ni dónde queda”, dijo Toninho. Londoño le respondió que tampoco tenía idea, que un antiguo amigo que intermediaba para colocar jugadores africanos en Europa, le había pedido su número y él se lo había pasado. Sin embargo, sorprendido por el monto exorbitante que estaban dispuestos a pagar por un futbolista que acababa de retirarse, se comprometió a averiguar un poco más. “Podría tratarse de una estafa”, reflexionó. A la mañana siguiente le devolvió el llamado para contarle lo que le habían dicho: “Todo es cierto, Bangania quiere organizar la Copa de África dentro de dos años y está poniendo mucho dinero para promover la liga local; la plata es del gobierno, me dicen que otros clubes llevarían al italiano Tintoretti y al polaco Kapuszcy”. “¿Y aceptaron?”, preguntó Toninho, pensando que al polaco le costaría mucho la adaptación. “Si les ofrecieron la mitad que a ti, aceptarán seguro”, respondió Londoño. Cuando se despidieron, ya con otro entusiasmo, Toninho empezó a indagar por su cuenta sobre el país y el equipo interesado en sus servicios.
Bangania era un país minúsculo del Cuerno de África, con litoral al Océano Índico. Antigua colonia alemana, se había independizado en el siglo veinte y luego se había desangrado en múltiples guerras civiles. Desde hacía una década, bajo el gobierno de la etnia zimago, había logrado cierto desarrollo. El presidente Mombura aparecía sonriente en todas las fotos. Del Mazambo solo pudo saber que era el equipo más popular de Apuko, la capital, que había ganado la liga en los últimos quince años, y que su camiseta era de color verde, amarillo y rojo. “Parecen los tucanes de Olinda”, pensó Toninho risueño. Entonces recordó de dónde venía y lo que había dejado atrás para triunfar en su carrera deportiva. Porque antes de que todo comenzara, había sido un niño pobre de Olinda, en el estado de Pernambuco, nordeste del Brasil. Nacido como Antônio Carlos Sampaio Oliveira, había sido pronto Toninho para su madre viuda, los patrones de la plantación de caña de azúcar y los amigos con los que jugaba al fútbol en Praia dos Milagres. También fue Toninho cuando debutó, a los dieciséis años, en la primera del Náutico de Recife; y lo siguió siendo, con el Pernambucano ya incorporado, cuando lo compró el Botafogo de Río de Janeiro. En ese entonces tenía diecinueve, había metido más de sesenta goles en el torneo estadual y había integrado una selección juvenil. En el Botafogo duró poco, porque el viejo equipo de Mané vivía horas bajas, sus compañeros no lograban potenciarlo y la ciudad no era muy propicia para un joven que había vivido con tantas carencias. Después de tres noches de carnaval en las que estuvo desaparecido junto a Eder Paulista, faltó a dos entrenamientos y regresó con un tatuaje en una nalga, los dirigentes del club decidieron apurar su venta porque temían que su valor de mercado se derrumbara. Así fue que ocho meses después de su llegada, habiendo marcado apenas cinco goles, recaló en el prolijo Standard Lieja de Bélgica. Allí, no solo recuperó su brillo, sino que ordenó su vida, aprendió a hablar francés, adquirió cierta cultura y también ganó dinero. Los horarios ajustados, el entrenamiento riguroso y el aburrimiento de una ciudad menos intensa, lo llevaron a ser decisivo para que su equipo obtuviera dos copas locales y él fuera goleador durante tres ligas seguidas. “Toninho, el killer”, “Toninho, el bailarín del área”, decían los periódicos locales. En Lieja, compartiendo equipo con dos colombianos y un argentino que venía del ascenso, fue feliz. Y Lieja fue el trampolín para su mejor época, apenas cumplió los veintitrés: el poderoso Betis de Quique Londoño.
Primero fueron rumores en los tabloides deportivos, después hubo una comunicación formal del club con una oferta concreta. Por esos años, el Betis no solo competía en torneos europeos, sino que estaba decidido a dar el salto de calidad para ganar la liga española. Todo el mundo elogiaba el juego agresivo y valiente del equipo andaluz, metido entre los grandes de España, dos veces subcampeón del casi invencible Barcelona. El mito asegura que Londoño convenció a las trompadas al presidente del club, algo reacio por el precio, a contratar a Toninho Pernambucano. La historia le dio la razón, nunca el Betis viviría años tan gloriosos. El brasileño llegó como una estrella y no defraudó. Sin problemas de adaptación a una ciudad tan alegre que parecía hecha a su medida, se integró a un equipo que ya funcionaba bien y le otorgó el toque de jerarquía que necesitaba. Hizo goles de entrada, de todas las maneras, incluso a los rivales más difíciles; descolló en los clásicos contra el Sevilla y cuando por fin llegaron los títulos de liga (dos seguidos), dejó de ser Toninho para ser Toñete, el crack más amado en la historia del club. Le dedicaron canciones, le levantaron una estatua en la avenida de la Palmera, cerca del estadio Benito Villamarín, lo idolatraron como a nadie nunca.
Los años, por supuesto, trajeron el bajón y el retiro inevitable. Algunas temporadas después de la gloria, el club despidió a Quique Londoño por malos resultados, y aunque Toninho continuó jugando un poco más, siempre arropado por el cariño de la afición, ya no fue lo mismo. La edad, el cansancio físico, la lentitud para recuperarse de las lesiones, pero especialmente la diferencia generacional con los nuevos veinteañeros que llegaban al club, con cortes de pelo extravagantes y auriculares en las orejas todo el tiempo, lo llevaron a anunciar su retiro. Hubo una despedida emotiva en el estadio la última fecha del campeonato, y luego quedó solo. Pero no estaba triste ni ansioso, tenía el futuro garantizado porque el Betis le había prometido el cargo de secretario deportivo. Entonces llegó la llamada de Bangania.
“Tenemos que ir juntos”, le dijo a Quique Londoño un día después; “no voy a aceptar la propuesta si no venís conmigo”. El entrenador, que hacía un par de años se aburría dirigiendo una escuelita de fútbol infantil, puso algunos peros: la edad (tenía setenta y cinco), el desconocimiento del país y del idioma, la falta de actualización táctica. Pero obviamente, dijo que sí. Y lo hizo antes de que Toninho convenciera a los dirigentes del Mazambo, éstos despidieran a su entrenador y le ofrecieran un contrato jugoso.
La excitación de ambos, antes de emprender el viaje, era altísima. Mientras Toninho empezaba dieta y entrenamiento para no llegar tan mal físicamente, Londoño analizó más de treinta partidos de equipos africanos. Lamentablemente, no consiguió ninguno del Mazambo ni de la liga bangana. El día previo a la partida, Toninho Pernambucano confesó a su viejo entrenador que veía esta aventura como el broche de oro a su carrera, un círculo que se cerraba armónico desde su Olinda natal a la desconocida Apuko, ambas costeras, periféricas y pobres. “Vamos a contribuir al desarrollo deportivo de este pequeño y olvidado país, a entusiasmar a los niños para que jueguen al fútbol”, repitió casi textual y sin darse cuenta, las palabras que habían usado los dirigentes africanos para convencerlo. En el último diálogo con ellos les había propuesto tomar un avión hasta Yibuto, capital de Ubunda, el país limítrofe, y de ahí viajar por ruta hacia Bangania, que no estaba lejos. Había preguntado en algunas agencias de viaje y era la mejor opción desde España, ya que no había vuelos directos. Si quería aterrizar en Apuko debía hacer escala previa en tres aeropuertos africanos. Cuando les propuso esta alternativa hubo un silencio largo, como si estuvieran consultando con alguien más, y después le explicaron, en un tono que se pretendía divertido, que ya había un chárter privado dispuesto para él y el míster, que había una gran recepción preparada y que no podían llegar primero a Ubunda, el país de sus rivales abilúes. Cuando cortó, Toninho sonrió por su ingenuidad y pensó que ya tendría tiempo de aprender sobre el país y sus rivalidades futbolísticas.
Llegaron al aeropuerto de Apuko de madrugada, en un avión con la bandera de Bangania. Los había acompañado un traductor, que se mantuvo en silencio todo el viaje. En el medio del cielo, mirando una línea de tierra lejana, Londoño le había dicho a Toninho que acababa de convertirse en un crack universal. Al descender, los esperaba una hilera de mujeres con flores, una banda de música con trajes rojos y un hombre sonriente con los brazos extendidos: el presidente Mombura. En medio de abrazos, fotografías y canciones alegres que no conocían, el traductor les dijo que el presidente estaba muy feliz con su llegada, ya que brindarían fuerza y energía a su país. Toninho agradeció en portugués y Londoño hizo una reverencia, como si estuviera ante un monarca.
Desde el auto oficial que los llevaba al centro de la ciudad, solo pudieron distinguir las sombras de una vegetación abundante, barriadas mal iluminadas y una autopista recta con algunos carteles. Uno de ellos, de gran tamaño y con los colores nacionales, rezaba “Mambisa”. Al aproximarse al hotel los sorprendieron dos cosas: la cantidad de edificios y las banderas colgadas por todos lados. El traductor bajó con ellos, los ayudó a registrarse y los acompañó a su habitación, una suite presidencial enorme y lujosa. Una vez que se acomodaron, regresó con una caja que contenía dos batas blancas de algodón y les pidió que se las pusieran. Toninho iba a decir que no, pero Quique Londoño, convencido de que era una costumbre local, le hizo un gesto para que obedeciera. Se cambiaron en el baño de la habitación y cuando salieron, junto al traductor había cuatro africanas opulentas y carnosas, casi desnudas, con toallas en las manos. “Masaje”, dijo el traductor y cerró la puerta tras de sí. Las negras les indicaron que se tumbaran en las camas, los masajearon de frente y espalda durante media hora y después se los cogieron de una manera salvaje. Cuando se retiraron, ya con el sol alto, Quique Londoño le confesó a Toninho que había sido la mejor noche de su vida.
A las tres de la tarde los despertaron, les dieron de comer y los llevaron a una habitación luminosa en la planta baja del hotel. Allí habían montado una sala de prensa, con cámaras, micrófonos y un panel de fondo con los colores del Mozambo. Estaba repleta de periodistas que aplaudieron y los fotografiaron al ingresar. Frente al micrófono principal había un hombre gordo de traje que se levantó para abrazarlos y les entregó las camisetas del equipo. El traductor, mientras les pedía que se sentaran a su lado, les señaló que era el presidente del club.
La conferencia de prensa fue breve, apenas una excusa para que Toninho Pernambucano posara con los colores verde, amarillo y rojo, agradeciera al club por haberlo contratado y prometiera dar lo mejor de sí para lograr títulos y “ayudar a estimular el deporte de este bello país”. Cuando pensaba que vendrían las preguntas de los periodistas, le avisaron que debían partir de inmediato al estadio, ya que la gente estaba impaciente por verlo. Creyó que el traductor exageraba, pero al asomarse a la puerta del hotel vio un ómnibus con su nombre ploteado y el techo descubierto, y la policía formando un pasillo humano frente a la presión de un centenar de personas que amenazaban desbordarla. Entró al ómnibus corriendo, algo aturdido, seguido por el traductor. Quique Londoño ya estaba arriba. Lo que siguió fue una auténtica locura que ni siquiera habían visto en Sevilla durante los festejos del Betis. Sobre el techo descubierto, el entrenador aferrado a la barandilla y Toninho saludando como las reinas del carnaval de Río, vieron una muchedumbre interminable rodeándolos, un océano de brazos y cabecitas negras que bailaban al unísono. Avanzaban muy despacio, porque la gente por momentos bloqueaba el ómnibus y golpeaba las ventanillas. En sus rostros, además de alegría, había un fervor que nunca habían visto, una especie de trance. Desde ventanas y balcones con banderas colgantes llovían flores rojas y la gente gritaba con entusiasmo a su paso. “¿Qué coño es esto?”, le dijo Londoño tomándolo del brazo. Toninho no supo qué contestarle, porque la multitud, en un rugido unánime, gritaba “¡mambisa, mambisa!”.
Llegaron al estadio con cierto temor, porque dos o tres veces el gentío había balanceado el ómnibus y la policía había tenido que sacarlos a palazos. Por eso agradecieron que allí las cosas estuvieran mejor organizadas, ya que pudieron bajar tranquilos y entrar rápido a los vestuarios. Ahí le entregaron a Toninho la ropa del Mozambo y una pelota para que hiciera algunos trucos cuando ingresara a la cancha. Pero no duraron demasiado en los vestuarios. Pronto llegaron cuatro soldados y los escoltaron hacia el túnel que llevaba al campo de juego. Quique agradeció esa presencia, porque aún no salía del susto que le había causado el viaje. Atardecía sobre Apuko y desde el túnel vieron un fulgor rojizo en el cielo, una bola de fuego cayendo sobre el horizonte irregular de la última tribuna. Antes de pisar el césped, sintieron una estruendosa música de tambores y el canto ensordecedor de miles de gargantas.
En el centro del campo había un gran escenario y allí lo esperaba el presidente de Bangania, el siempre sonriente Mombura. Toninho Pernambucano avanzó jugando con la pelota, sin dejar que tocara el suelo. De las tribunas bajó un griterío atronador, mezclado con aplausos y bocinas de cornetas. Cuando llegó, lo hicieron subir y a Londoño lo dejaron abajo. Parado junto a Mombura pudo ver el estadio repleto, reventando de negros que agitaban banderitas del país. El traductor le pidió que diera un discurso. Sorprendido, pero también halagado, Toninho tomó el micrófono y se mostró afectuoso y agradecido. Además de lo que ya había dicho en la conferencia, recordó con algo de nostalgia su infancia en Olinda y dijo que los bailes que había visto en la calle le recordaban el frevo, la danza de los carnavales pernambucanos, y que los colores del club eran los mismos que los de su tierra. Dudó de la fidelidad del traductor, porque le pareció que resolvía sus palabras de una manera muy breve, pero recibió una ovación y agradeció pateando el balón hacia la tribuna. Entonces se adelantó el presidente y el traductor retrocedió hacia el fondo del escenario. El sonriente Mombura saludó al público y recibió un grito unánime y compacto como respuesta. Después levantó los brazos y la gente calló. Empezó a hablar en su lengua incomprensible y Toninho giró en busca del traductor, que seguía lejos. Primero fue suave y reposado, como un viejo padre dando consejos, pero pronto su discurso ganó virulencia y sonoridad. El presidente vociferaba y ya no sonreía, hacía ademanes enérgicos y la multitud lo vivaba y agitaba las banderas. El estadio parecía una barca colorida a merced de los vientos. Entonces Mombura aferró el micrófono con las dos manos y gritó “¡mambisa!”, y la masa enardecida, desde el fondo de sus entrañas, respondió, “¡mambisa, mambisa!”. Un soldado se paró ante Toninho, con los brazos extendidos, ofreciéndole un atuendo. ¿Eso era mambisa? Miró hacia todos lados, pero ya no encontró al traductor. Pensó en las tradiciones locales y observado por todo el estadio, desplegó lo que le brindaban. Era, sin dudas, un uniforme militar. Entendió que se lo debía poner y lo hizo rápidamente. Cuando terminó, el presidente levantó el puño y la multitud rugió de nuevo. Entonces comenzaron a entrar tanques y camiones de guerra al estadio, mientras la noche de Apuko se iluminaba con fuegos artificiales y el mar de banderas se desplegaba infinito y marcial. Lo subieron a un tanque y salieron en caravana detrás del presidente, que levantaba una metralleta con el rostro furioso. Más atrás vio que Quique Londoño, también de uniforme, era subido a un camión a los empujones. La marea humana acompañaba la marcha en la retaguardia, con tambores, banderas y algún fusil. A un kilómetro del estadio alcanzaron la autopista, Toninho Pernambucano vio los carteles y entendió que marchaban hacia Ubunda, la tierra de los abilúes. Pronto los tragó la oscuridad, la caravana se volvió una serpiente oscura que guardó silencio y solo se escuchó el lento rechinar de los tanques sobre el asfalto. Y cada tanto, muy bajito, el susurro de un coro alucinado que repetía, “mambisa, mambisa”.