Por José Manuel Gómez / @JosManuelGmezFd
“Uno es bético y diabético, o sea, bético por partida triple”. Esa es una de las típicas frases que les suelto a mis alumnos para buscar el deshielo de los primeros tanteos al comienzo de cada clase. No se ríen nada más que los béticos. El resto, la mayoría sevillistas, me mira con ojos ciertamente de pocos amigos.
Es curiosa la rivalidad entre Betis y Sevilla. Es como la de un matrimonio de ancianos que, a pesar de los berrinches acumulados durante tantos años, se siguen respetando, aunque sea desde la distancia. Soy bético, sí, pero un bético raro, igual que soy raro también en mis gustos cinéfilos o musicales. Me gusta la gente rara que hace cosas raras, como la de intentar meter una pelota en el fondo de una portería. Desde pequeño me gustó mucho el fútbol, aunque, debido a mi nula capacidad para manejar el balón con los pies, quedé relegado al decente papel de portero. Más de una gafa me partieron en el ejercicio de tan digna labor. Lo mío, más bien, era el baloncesto. Sin embargo, me atraía mucho, y lo sigue haciendo, el balompié. Y más ahora, cuando se pueden ver en televisión tantos partidos, a pesar de que tanta sobreabundancia de césped a veces termina provocando empacho.
Yo de pequeño era del Athletic de Bilbao, y lo era porque heredé de mi abuelo Manuel su entusiasmo por el club vasco. Él me hablaba de futbolistas míticos que formaron la histórica delantera del Athletic y de la selección española: Iriondo, Venancio, Zarra (el del gol a Inglaterra en el mundial de 1950), Panizo y Gaínza. Por supuesto, era también del Riotinto Balompié, equipo de la cuna del fútbol español, de la tierra que fue inglesa donde nací, a cuyo campo acudía con mi abuelo cada dos domingos por la tarde. El sonido de la megafonía que anunciaba por la mañana la disputa del partido (la gramola la llamábamos) es uno de los sonidos de la banda sonora de mi infancia.
Mi abuelo había sido jugador del club riotinteño y del Nerva Club de Fútbol y nos contaba a los nietos sus batallitas del fútbol de su juventud: en la mili llegó a disputar un partido de fútbol entre equipos militares en el campo madrileño del Atlético Aviación, pero las anécdotas que más me divertía era las que él contaba de sus regresos a Riotinto tras los partidos, a la espera siempre de la buena voluntad de conductores que quisieran traer a los futbolistas a casa. Los partidos de categorías inferiores que vi con él en el campo de fútbol de Minas de Riotinto no eran aptos para espectadores endebles. Las patadas salvajes de los futbolistas y los gritos (casi en su mayoría menciones a la madre del árbitro o del linier) formaban un ambiente enrarecido que acababa muchas veces en monumentales broncas. Aquella masa uniforme de gente inquieta olía a pipas y a tabaco.
Los ingleses tienen un dicho muy conocido: el fútbol es un deporte para caballeros jugado por villanos y el rugby es un deporte para villanos jugado por caballeros. Era aquel, el fútbol provincial, un deporte de hombres y para hombres. De hecho, estaba mal visto que las mujeres fueran al campo. La testosterona abundaba en grado sumo en aquellas sesiones deportivas de la tarde de los domingos. Mi abuelo, que era una persona muy cariñosa, se transformaba y le montaba cada pollo a los árbitros que temblaba el misterio. Cogía su bastón y lo esgrimía como una especie de arma. Algún día llegué a pensar que se lo iba a arrojar al juez de línea por haber fallado con la bandera de órsay. El VAR ni existía ni se le esperaba. Por cierto, falta por hacer una rigurosa historia de los orígenes del fútbol en España, en la cual el nombre de Minas de Riotinto debe aparecer con letras de oro.
En fin: aquella era otra época. De la selección española mejor ni hablemos. Un fracaso tras otro nos fueron curtiendo a los aficionados en la espera de un triunfo de traca gorda que nunca llegaba. Al venirme a estudiar a Sevilla decidí ser también aficionado de otro equipo. La verdad es que, aconsejado (cariñosa e insistentemente) por unos cuñados muy béticos, no tuve más remedio que hacerme también del Real Betis Balompié. No me costó mucho, pues me di cuenta de que la afición de dicho club es una de las más peculiares de España. Ser bético es ser sufridor por definición. Es, por eso, una escuela de vida, porque este equipo es capaz de lo mejor y de lo peor de un partido a otro o incluso de un minuto a otro.
Por eso el lema del Betis es “Viva el Betis manque pierda”. Si pierde, no pasa nada. Los béticos no nos obsesionamos por los resultados: un buen taconazo o una subida por la banda de Joaquín, el capitán, ya nos conmueve. ¿Para qué más? En el fondo, es solo un gran juego. Ser bético es casi lo mismo que ser de Curro Romero. Como aquel currista que un día le gritó a su ídolo en la Maestranza, en una de esas tardes terribles del maestro, ¡Curro, mañana va a venir a verte tu p… madre! El mismo sujeto (un trastornao, así los llaman en el coso sevillano), llevándose las dos manos al pecho y agachando la cabeza como sollozando, añadió resignado a continuación: ¡Y yo también!
Ser bético, para muchos, supone también ser rival encarnizado “del otro equipo de la ciudad” (así lo nombra alguno), pero a mí ya no me llega a tanto la afición, o más bien, en este caso, la inquina. Pero nada de todo esto que llevo escrito es lo que yo quería contarles a ustedes, sino un dato que me encontré por casualidad en Internet hace unos días mientras buscaba una información sobre el “Eurobetis”. Di con una página suelta en Google Books de un libro titulado Morbo: The Story of Spanish Football (Morbo. La historia del fútbol español), de Phil Ball. Es uno de los muchos libros publicados en Inglaterra sobre la historia de nuestro balompié. Envidia me da, por cierto, el interés de los ingleses por el devenir en otros países de este deporte que ellos inventaron.
Ball explica en su libro la curiosa temporada 1977-78 del Betis, en la que hizo un digno papel en su primera aventura en Europa (en la entonces llamada Recopa). El Eurobetis -así llamado por sus aficionados cuando al final de la anterior temporada ganó el equipo la Copa del Rey- eliminó al AC Milán y al Lokomotive Leipzig antes de caer ante el Dinamo Moscú en los cuartos de final. El partido de ida con el Dinamo en Sevilla acabó 0-0 y el de vuelta tuvo que disputarse en Tiflis, la capital de Georgia, debido a la intensas nevadas que habían caído en la capital de la Unión Soviética. El equipo tuvo que esperar sin comer, tirado en el frío aeropuerto Sheremetyevo-2 de Moscú un avión a Georgia que tardó una eternidad, con el consiguiente enfado del entrenador, que por entonces era Rafael Iriondo, antiguo integrante de la segunda delantera histórica del Athletic de Bilbao.
Los béticos siguen convencidos de que todo aquello fue una emboscada muy bien preparada, lo que llevó al director técnico del Betis de entonces a escribir una carta a Leónidas Brézhnev en la que -dice Ball- “se quejaba de que un equipo con una tradición socialista tan profunda no debería haber sido tratado de una forma tan mezquina”. Sigue diciendo el escritor inglés que el periodista Juan José Castillo acompañó al equipo en su odisea y se quejó de que, después del partido, en el hotel de Tiflis, las duchas eran de agua fría y de que no había calefacción.
El equipo perdió en Georgia por 3-0, algo normal después de viaje tan accidentado (mis amigos sevillistas me dirán que los béticos somos unos pupas, pero lo cierto es que en este caso hay motivos para la sospecha). Como si todo esto no hubiese sido suficiente, el descenso al pozo de Segunda División al final de la temporada estuvo envuelto en polémica. El Betis bajó, dicen las malas lenguas, debido al “complot de Alicante”: el Sevilla, cómodamente instalado en mitad de la tabla clasificatoria, supuestamente se dejó ganar a mala idea en la última jornada por el Hércules de Alicante para que el Betis descendiera ad inferos. No sería la única vez que suposiciones como esa saldrían a la luz en la eterna rivalidad de los dos clubes de Sevilla.
Lo cierto es que no he conseguido encontrar más información sobre esa carta del Betis a Brézhnev. En otras páginas sí se habla del monumental enfado de Iriondo y de sus gritos en el gélido ambiente del aeropuerto moscovita, con los que exigía hablar ni más ni menos que con Brézhnev, es decir, con el secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética, que presidió el país desde 1964 hasta su muerte en 1982.
Si existe esa misiva, ¿en qué secreta estantería de qué secreto archivo de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas yacerá, oculta bajo capas y capas de polvo, esperando “la mano de nieve” que sepa rescatarla del olvido? Mientras tanto, la vida seguirá, los pájaros se quedarán cantando, y el Betis continuará soñando con la gloria de los laureles.
Y yo también.