Por Manolo Rodríguez
La temporada 1963/64 fue un acontecimiento en la historia del Real Betis. Un año prodigioso que acabó con los verdiblancos terceros en la Liga, sólo por detrás de las cumbres inalcanzables que siempre suponen el Real Madrid y el FC Barcelona. Un gran éxito que parecía confirmar el sueño de Benito Villamarín: consolidar al club en Primera División y, a partir de ahí, ir escalando peldaños hasta llegar a tutearse con los más grandes.
Aquella explosión en la Liga le permitió acceder por primera vez a las competiciones europeas, siendo invitado a participar en la Copa de Ciudades en Ferias gracias al empeño de su presidente y a la capacidad diplomática del secretario técnico José María de la Concha.
Después vino la gira europea por Alemania, Bélgica y Holanda y, sobre todo, el Carranza. El mitificado Trofeo Ramón de Carranza de 1964 en el que debutaba y que ganó a ley entre la ventolera de Cádiz, derrotando nada más y nada menos que a dos trasatlánticos del fútbol mundial como el Boca Juniors argentino o el Benfica de Lisboa. El Carranza que se paseó en triunfo por las calles de la ciudad y que le fue ofrecido a los béticos desde el balcón del Ayuntamiento. El Carranza que elevó a categoría de mito a Rogelio Sosa Ramírez, la eterna “zurda de caoba”.
Pero una vez que se inició la Liga pareció romperse el encantamiento. El Betis vivaqueó por la competición cambiando de entrenador hasta cuatro veces y sufriendo por el camino la dolorosa pérdida de Andrés Aranda, un nombre de culto y gloria en la historia verdiblanca. Un ejemplar servidor de la causa bética que murió el 10 de marzo de 1965 cuando era el entrenador del Real Betis Balompié, componiendo así una trágica circunstancia que nunca ocurrió antes y que jamás ha vuelto a repetirse.
Con enorme sufrimiento, el Betis pudo salvar la categoría en el último partido jugado en el Camp Nou de Barcelona, gracias a un heroico empate a cero. Aquella tarde en que el portero Agustín Carmet estuvo cumbre, a pesar de tener lastimado un dedo de la mano, y en la que Enrique Mateos se tiró toda la tarde diciéndole al árbitro López Zaballa: “por mis niños, pita ya el final”, mientras que el colegiado sonreía.
Por todas estas cosas, en el verano de 1965 las cosas no se parecían en nada a las de un año antes. En aquella época, además, Benito Villamarín ya estaba enfermo. Muy enfermo. De enero a julio de 1965 permaneció en los Estados Unidos tratándose el cáncer que rebrotaba con toda violencia y su ausencia lastró muy negativamente la economía de la entidad.
Villamarín quiso intervenir en la temporada que se iniciaba y no dio por bueno el acuerdo al que inicialmente habían llegado sus directivos con Ernesto Pons, el técnico que había terminado salvando al equipo. Por eso, el martes 20 de julio de 1965 se fue a Madrid, donde un conocido agente futbolístico le presentó al entrenador brasileño Martim Francisco. Hablaron y le gustó lo que oyó.
“El científico del fútbol”
Martim Francisco Ribeiro de Andrada era un personaje en el sentido más amplio del término. También conocido como “el científico del fútbol”, se le atribuye haber sido el inventor del sistema 4-2-4, la diagonal brasileña que tantos éxitos le dio a la selección carioca en la década de los 50. Un hombre ilustrado que había nacido en el seno de una de las familias más importantes del país. Su bisabuelo, José Bonifacio de Andrada e Silva, fue conocido como “El patriarca de la Independencia”; su abuelo fue presidente de la República y su padre, ministro de Educación y rector de la Universidad de Brasil.
En 1958 lo fichó el Athletic de Bilbao, donde estuvo tres años. En los dos primeros, clasificó a los “leones” en tercera posición (sólo por detrás del Real Madrid y del Barcelona) y en la última campaña lo cesaron antes de Navidad. Retornó al Vasco de Gama, pero en noviembre de 1964 volvió a España. Lo contrató el Elche, que estaba con la soga al cuello, y al que dejó octavo en la tabla.
Su siguiente destino fue el Real Betis, no sin ruido, ya que apenas conocerse su contratación algunos directivos cercanos a Villamarín se sintieron desautorizados por el desaire hecho a Ernesto Pons y le presentaron su dimisión, que éste no aceptó, aunque sí quedó recogido en el acta de la Junta Directiva celebrada el 27 de julio que se le rogaba al presidente que no volviera a tomar decisiones sin consultar.
Mientras tanto, Martim Francisco vio llegar los primeros fichajes. Todos de perfil bajo. Dos extremos como Girón y Zacarizo; el portero Perea Esteve; un delantero joven como Landa; un central como Moreno y un ilustre veterano como Juan Santisteban, campeón de Europa con el Real Madrid, pero claramente en el ocaso de su carrera. Junto a esto, la masa salarial se alivió con la salida de jugadores tan emblemáticos como Pepín o Bosch y con el traspaso de Molina.
Así llegó el Real Betis a la XI edición del Trofeo Ramón de Carranza, “el mayor acontecimiento deportivo de Europa”, según rezaban los carteles, y que volvía a disputar por su condición de campeón vigente. Un torneo que se jugaría, como era norma, el último fin de semana del mes de agosto.
Un cartel de lujo
Esta vez, el cartel gaditano lo completaban el Benfica, que retornaba de nuevo a Cádiz como ganador de la Liga portuguesa; el Flamengo de Brasil, vencedor del Campeonato Carioca y el Real Zaragoza, tercer clasificado de la Liga española en la temporada anterior.
A los verdiblancos les correspondió enfrentarse en la primera de las semifinales contra el Benfica, su rival en la finalísima del año anterior. Prepararon concienzudamente el partido e incluso tres días antes acudieron a postrarse ante la Virgen de los Reyes en la tradicional ofrenda floral de inicio de temporada, que presidió el propio Benito Villamarín.
Previsores y prudentes, adelantaron al jueves 26 de agosto su viaje a Cádiz, mientras que sus rivales lisboetas disfrutaban de la ciudad de Sevilla y eran invitados a almorzar en el hermoso edificio del Consulado de Portugal, en los jardines del Prado de San Sebastián, frente al monumento del Cid Campeador.
Martim Francisco desplazó a 18 futbolistas, pero muy pronto se supo que el recién llegado Santisteban no estaría para jugar. Una impresión que se confirmó en el entrenamiento que realizaron el viernes en el estadio Ramón de Carranza.
Esa misma noche, parte de la expedición bética acudió, junto con el resto de las embajadas de los equipos participantes, a una corrida de toros que se lidió en la plaza de toros de Cádiz, “la mejor iluminada de España”, al decir de la publicidad de la empresa. Toros de Juan Pedro Domecq y un cartel de mucho fuste: Antonio Ordoñez, Antonio Bienvenida y Emilio Oliva. Lástima que el viento de Levante hiciera estragos e impidiera el lucimiento de los matadores.
El sábado, felizmente, amaneció más templado y calmo. Por la mañana se celebró la tradicional recepción a los contendientes en el Ayuntamiento gaditano y después tuvo lugar un almuerzo en la Piscina Municipal. En ese acto se ofreció la escalofriante información de que había más de 150 periodistas acreditados para cubrir el evento. También se sortearon los colegiados y entonces se supo que el partido Real Betis-Benfica lo dirigiría el italiano Antonio Sbardella, un prestigioso réferi que con el correr de los años haría una brillante carrera, llegando a ser elegido como el mejor árbitro del Mundial de México de 1970.
El partido que se debió ganar
A las seis y media de la tarde del sábado 28 de agosto comenzó la XI edición del Trofeo Ramón de Carranza. Tarde calurosa, máxima expectación y lleno hasta la bandera. La Banda Municipal de Cádiz interpretó los himnos nacionales de España y Portugal, mientras que los equipos formaban en el centro del campo. Como un año antes, el Betis salió con calzonas negras. Las alineaciones fueron las siguientes: Real Betis Balompié: Perea Esteve; Aparicio, Ríos, Grau; Quino, Montaner; Cruz, Pallarés, Ansola, Rogelio y Zacarizo; y Sport Lisboa e Benfica: Costa Pereira; Cavem, Germano, Cruz; Ferreira Pinto, Raúl; José Augusto, Eusebio, Torres (Pedras), Coluna y Simoes.
El primer tiempo de los verdiblancos fue espléndido. Inicialmente, sorprendió ver a Quino en tareas de organizador en el mediocampo, pero a medida que pasaban los minutos se reveló como una feliz inspiración del entrenador brasileño. El Betis jugaba bien, dominaba al rival y creaba ocasiones que, desdichadamente, Ansola no pudo culminar.
A tres minutos del descanso el portero debutante, Perea Esteve, chocó aparatosamente con el gigante Torres y ambos quedaron dañados. El guardameta bético compareció en la segunda mitad con un aparatoso vendaje en la cabeza (que también lo acompañaría en el partido del día siguiente), en tanto que el delantero centro luso debió ser reemplazado.
En la continuación ya no se vio a un Betis tan brillante. El cansancio empezó a hacer mella y, de pronto, apareció el genial Eusebio, quien con dos destellos tumbó las ilusiones verdiblancas. Primero, tirando un indetectable desmarque en el área y, poco después, transformando un penalti que le hicieron a él mismo.
El 2-0 a media hora del final fue ya mucha tela. El Betis siguió de pie, pero sólo encontró el premio del gol en el ocaso del partido. Un tanto marcado por Rogelio tras varios rechaces en el área benfiquista.
Se impusieron los portugueses por 2-1 y en el ambiente quedó la amarga sensación de que se había escapado laoportunidad de haber hecho, otra vez, algo grande. Tan grande como haber derrotado al equipazo de futbolistas tan principales como Eusebio, Coluna, Simoes, José Augusto, Germano o Costa Pereira y al que, por cierto, otra vez entrenaba en aquel Carranza el técnico húngaro Béla Guttman, el que lo había llevado a sus mejores conquistas europeas y quien tres años antes, al ser despedido, pronunció la célebre maldición de que: “Sin mí, el Benfica no volverá a ganar una copa europea”. Algo en lo que el tiempo parece haberle dado la razón.
Una consolación sin consuelo
Esa misma noche, el Zaragoza goleó (3-0) al Flamengo en la segunda semifinal y al día, siguiente, domingo 29 de agosto, el Real Betis se enfrentó en el partido de consolación a los brasileños. Y aquello ya fue otra cosa. Los verdiblancos decepcionaron y no tuvieron opción alguna contra los rojinegros de Maracaná. Perdieron 3-0 y comenzaron a incubarse las muchas dudas que ya no abandonarían al equipo, y al club, durante toda la temporada.
Esa tarde sólo hubo un cambio respecto a la alineación del día anterior, el de Paquito por Grau en el lateral izquierdo, y en la segunda parte del encuentro Landa y Lasa sustituyeron a Pallarés y Rogelio, respectivamente. En el Flamengo descolló la figura de Evaristo de Macedo, el portentoso delantero que ya había vestido en España las camisetas del Barcelona y del Real Madrid, quien firmó dos de los goles cariocas.
Aquel Carranza lo acabó ganando el Real Zaragoza, que se impuso en la final por 3-2 al Benfica. Al equipo maño loentrenaba entonces el francés Luis Hon, quien sumaba su segundo triunfo consecutivo en el prestigioso torneo gaditano, ya que un año antes había sido el técnico que había llevado al Real Betis a tan importante conquista.
Este es el único Trofeo Carranza que se halla en las vitrinas del Zaragoza, aunque retenerlo tuvo su historia, ya que en 1971 una deuda de 17.000 pesetas que mantenía el club aragonés con el Gran Hotel de aquella ciudad provocó el embargo del trofeo, siendo necesario el auxilio económico del Ayuntamiento de Cádiz para devolverle la copa. El Real Betis, por su parte, no volvió a ganarlo hasta el año 1999. Pero esa ya es otra historia.
Este artículo fue originalmente publicado en la Revista Betis Bohemio 2: Duelos de Verano, que puedes descargar gratis aquí: