Por: Luis Moreno Izquierdo. Profesor titular de la Universidad de Alicante.
Esta es la historia de un viaje. Una travesía entre volcanes que me permitió conocer a Guido. No al idolatrado ‘Chacal’ Guido Rodríguez, sino a Guido Guillermo Marín Bahamonde. Nacido en Ecuador en 1950, moreno de piel, de cuerpo delgado, exjugador y exdirectivo de equipos en la Barriada de San Juan. Un apasionado del fútbol amateur, de estadios pequeños pero llenos, en los que la pelota se paraba para cantar un cumpleaños feliz. Esta historia es un homenaje a una persona humilde, que tuvo encuentros con técnicos de élite, que le emociona hablar de los niños que entrenaba, y que, entre otros méritos, hizo al ‘Betis’ campeonar en Quito.
Quito – Cotopaxi.
Las 7:00 del último viernes de enero de 2023. Llegamos al lugar de encuentro cumpliendo a rajatabla las recomendaciones en el grupo de Whatsapp: «No se demoren». Aunque la puntualidad no es mi fuerte –menos en vacaciones–, en los días de lluvia más vale evitar la hora pico para no formar parte de una masa uniforme de autos avanzando a ritmo de cofradía en Semana Santa. Veintidós metros por minuto, para ser exacto. A estas horas hace frío en Quito. No tanto como en España, pero lo suficiente como para sentir cierto alivio cuando aparece nuestro microbús, en el que ya se encuentran dos estudiantes norteamericanas y tres nativos –el conductor, el guía, y un señor mayor que nos acompaña–. Kiko y yo, manchegos y amigos desde hace 35 años, cerramos la comitiva.
Hola qué tal. Suban al auto. Abróchense el cinto. ¿Estamos listos? Pues vamos. Con paciencia y en un zigzagueo constante, avanzamos por la interminable Avenida Simón Bolívar. El tráfico se vuelve denso, y los cláxones un incómodo in crescendo que solo cesa cuando conectamos al fin con la E35 dirección sur. Siempre al sur. Atrás va quedando la capital de la mitad del mundo, y los verdes de las tierras altas de Pichincha se abrazan con el blanco de las nubes. Se dibujan al fondo los primeros volcanes que cumplirán la misión de guiarnos hasta la base del gran Cotopaxi: Cuello de luna, en quichua, a quien solo el Chimborazo –el Dios de hielo– y sus seis mil doscientos metros le compiten en altura.
Tras varias cabezadas, las conversaciones vacías cargadas de tópicos con las estudiantes contrastan con un paisaje de película: una mole infinita de piedra al fondo, envueltos por una tundra helada, con caballos salvajes a escasos metros de nosotros, y miles y miles de piedras volcánicas, algunas del tamaño de medio cuerpo, a nuestro alrededor. Proceden de la última gran erupción del Cotopaxi. «Si explota el volcán, relájense y piensen en lo bueno que han hecho en su vida, porque no habrá quien nos salve», nos dice nuestro guía, Javi –quédense con su nombre–.
Justo antes de partir hacia nuestro siguiente destino, el volcán Quilotoa y la laguna formada en su inactivo cráter, me dirijo a la persona de mayor edad que nos acompaña, que hasta entonces apenas había hablado con el guía y el conductor del bus. «Buenas caballero, no nos hemos presentado. Soy Luis».
Cotopaxi – Quilotoa
Unos setenta años. Ojos negros. Sonrisa amplísima. No muy alto, aunque poca gente de Ecuador lo es. Gorra de Los Ángeles, bufanda y chaqueta azul. «Me llamo Guido», responde. «¿Guido? ¿Como el gran jugador Guido Rodríguez?», vuelvo a preguntar. «¿Hay un jugador que se llama Guido? No lo conozco». «Guido Rodríguez es argentino, ganador de la Copa del Mundo –le comento–, de los mejores mediocentros que han jugado en mi equipo, el Real Betis». Guido sonríe: «Vaya, no los sabía». De fondo, se escucha a Javi, decir: «¿Has escuchado papá?, el Betis, tu equipo».
Los béticos del universo somos muchos, y uno sabe que encontraría hinchas de nuestro club hasta en la Luna, si no fuera porque a principios de los ‘70 dejaron de enviar astronautas a su superficie. Sobre esto es necesario hacer un pequeño paréntesis y discernir cómo es posible semejante atomización planetaria de un club que apenas ha levantado cuatro trofeos en la élite en más de cien años. Recurro a tres posibles explicaciones, aunque no se descartan más: primero, las migraciones andaluzas que dieron color verdiblanco, por ejemplo, a Catalunya; segundo los rebeldes que decidieron –decidimos– buscar un equipo más allá de las aficiones y presiones de nuestros padres, y encontramos en los Cardeñosa, Gordillo, Jarni o Joaquín los ídolos generacionales a los que asociar nuestra incipiente, inocente e infantil pasión por el fútbol; y tercero, por contagio, como explica mi amigo Enrique Roldán en el documental “Once in a Lifetime” (extraordinariamente recomendable), porque todo bético trata de captar a quienes nos rodean, especialmente si son extranjeros, para que acepten las trece barras como nueva religión. Se comenta que, para alcanzar la fe, se requiere de un bautismo consistente en la entrega o intercambio de pegatinas, pines, bufandas o camisetas, con vídeos del Villamarín entonando como balas de cañón para reforzar el credo.
Me decido a investigar qué motivo provoca la afición de un ecuatoriano septuagenario por un club a 8.500 kilómetros que toma el nombre prestado del Guadalquivir. «¿Y usted ha sido toda la vida del Betis, Guido?», preguntó. «¡No, no! ¡Pero no de su Betis! Del Fiorentina, en San Juan». Sin comprender de qué me habla, le digo que por favor me explique qué es eso de otro Betis. «Encantado», responde. Mientras nuestro bus aparca en la cumbre del volcán Quilotoa saco de mi cartera un Bic y una Moleskine que siempre me acompañan. Intuyo que me va a narrar algo que merece ser contado, y pese a no tener ninguna dote periodística, decido hacerle una entrevista. Vuelve a llover fuerte, así que acepta responder a mis preguntas esperando a que escampe tomando un café. Bajar con este tiempo por la empinada y embarrada carretera que conduce a la laguna no es nada recomendable.
En el restaurante, Kiko habla con Javi y chapurrea en inglés con las norteamericanas. «¡Tu amigo se parece al Kun Agüero!», me gritan desde el fondo. Kiko ha pasado a ser Kunsito para el grupo. La grabadora ya registra las primeras palabras.
Quilotoa: una cafetería en la cumbre.
Guido jugó desde bien niño al fútbol. «Era rápido, de complexión delgada, acostumbrado a ocupar el lateral derecho». Hincha de River Plate, tenía posibilidades de haber sido un buen pelotero, me insiste alguna vez. En la Barriada de San Juan, los estadios eran canchas improvisadas en las plazas, y las pelotas de trapo hacían las de balones de cuero. Porque también en la precariedad del balcón del centro histórico de Quito los niños sueñan con imitar a sus ídolos. El despertar de Guido, sin embargo, llegó siendo bien joven, con la necesidad de ganarse el pan. «Primero trabajé en una fábrica de calentadores a gas para las casas. Y más tarde en la industria del camarón, en la costa norte del país, en la frontera con Colombia».
Me cuenta toda su historia de corrido, pero sin un hilo temporal claro. Debo preguntar varias veces para poder ordenar sus recuerdos en mi libreta, aunque sin las grabaciones hubiera sido imposible, lo confieso. No le culpo: me dice emocionado que llevaba años sin hablar de aquellos tiempos. «El equipo en el que jugaba de niño se llamaba Fiorentina. Se creó cuando yo tenía diez o doce años. En esa época era normal tomar el nombre de clubes importantes del mundo», y adoptaron el del equipo de Florencia. «Había otros que se llamaban Boca Juniors, Nacional, Peñarol…».
Esto daba ‘caché’ a la liga barrial. Caché imaginario, sí, pero imagínense la pizarra en la cancha: “Partidos de la jornada: Boca Juniors – Juventus; River Plate – Liverpool; Peñarol – Bayern”. La SuperLiga, ese invento maquiavélico con el que sueñan los que ya no saben cómo exprimir más el noble arte del fútbol, ya existía en Ecuador en los años 60. Pero de los punteros, los equipos barriales de Quito solo adoptaban el nombre. Nada más. Los escudos eran propios, y también los colores de la equipación, que dependían en buen grado de las telas que tenían a su alcance. La Fiorentina de Italia viste de púrpura. La de Quito, la de Guido, de verdiblanco, «aunque sin un patrón claro» –me explica. «A veces usábamos camiseta blanca y pantalón verde, otras veces se invertía, o llevábamos franjas en la camiseta, o solo en los pantalones… Y esas equipaciones se usaban durante años».
«Hace algo más de una década –continúa su historia– me eligieron dirigente del Fiorentina. Y siendo ya presidente del club me llegó una copia de la revista argentina ‘El Gráfico’, con un reportaje de los equipos españoles. Me llamó mucho la atención la equipación del Betis: remera verdiblanca, con pantalón blanco y un filo verde en los costados, y mandé confeccionar los uniformes del club de la misma forma. Para todas las categorías, ya fueran seniors, juveniles o niños». No sabe decirme exactamente el año de aquella revista, pero intuyo que se refiere a alguna equipación Kappa poco antes o después del centenario.
Le pregunto entonces por la reacción del resto de clubes, o incluso de los propios jugadores, cuando vieron esas equipaciones por primera vez. «¡Les encantó! ¡Los equipos nos preguntaban de dónde habíamos sacado el modelo! En la liga se entrega un trofeo al club mejor uniformado, y ese año lo ganamos nosotros». Entonces Guido me desvela el misterio: «Cuando jugamos con esa equipación, la gente dejó de llamarnos Fiorentina. Todos pasaron a conocernos como ‘el Betis de España’». «No ‘Real Betis’ –insiste–, solo ‘Betis’». El Betis de la Barriada de San Juan, Quito. Su Betis.
Quilotoa: bajada y subida a la Laguna.
Guido navega con timón firme entre sus recuerdos cuando abandonamos el restaurante. «Además de presidente de Fiorentina, fui entrenador de todas sus divisiones, y hasta primer vocal de la liga barrial de San Juan. En ese tiempo conseguimos que Menotti y Luis Fernando Suárez asistieran a un curso para entrenadores de la barriada». De Menotti se saben muchas cosas a este lado del Atlántico: jugador de Boca y Juventus, entre otros, fue además entrenador de Barça, Atlético, y de la Argentina de Kempes que ganó el Mundial del ‘78. Luis Fernando Suárez, quizá menos conocido en España, es una referencia en los banquillos de América Latina, y consiguió clasificar a la selección de Ecuador para octavos de final en Alemania 2006, el mayor hito mundialístico de su historia.
«Durante mi gestión, mi objetivo era acercar a esas personas a los niños, para que no abandonaran el deporte ni los clubes en los que habían jugado sus padres. Soy un enamorado de la niñez», dice. En un país cada vez más peligroso, con la violencia en sus muchas formas campando por sus principales ciudades, la labor de personas como Guido es merecedora de una estatua en cualquier plaza. «En cada partido de divisiones infantiles, si alguien cumplía años, se paraba el juego y todos lo festejábamos. Aplaudían y cantaban los jugadores y la hinchada de propios y rivales. Y si un equipo de niños ganaba un título jugando contra otro barrio, daban la vuelta de honor en el campo de los más grandes, para que toditos les animaran. Era un espectáculo precioso, en el que éramos una familia cooperando para agasajar a los chicos».
Subiendo ya las empinadas rampas que van desde la laguna al cráter del Quilotoa, Guido me habla de cómo enseñaban tácticas a los niños. «Les hacíamos aprender de memoria tres o cuatro formas de juego, y a mitad del partido gritábamos: ‘¡La uno!’ ‘¡La dos!’, y ellos ya sabían cómo colocarse. Fue una recomendación del propio Luis Fernando Suárez», dice con una expresión de felicidad en el rostro. Entre resuellos –estamos a casi cuatro mil metros de altura– también me habla de los sacrificios que requiere ser presidente de un club barrial, de padres que recogen en sus autos a los compañeros de los hijos porque no tienen cómo recorrer la distancia que les separa del campo, de la falta de ayudas y la imposibilidad de muchos hasta para pagar la cuota para las equipaciones y balones. Se emociona al contarme que los niños a los que entrenó, ahora ya jóvenes, todavía le abrazan cuando se los encuentra por el barrio. Con todos ellos ganó un trofeo en algún año, me dice. Pero intuyo que no es por eso por lo que le siguen respetando, sino por todo lo demás.
Casi en la cumbre, Guido me cuenta una última anécdota. Quizá la más preciada: «En mis últimos años estuve entrenando a los juveniles del Chompas Maradona porque me lo pidió un amigo. Tras cinco temporadas quedando a mitad de tabla, los muchachos me prometieron que en ese, que era mi último año, seríamos campeones. Comenzamos mal la liga, pero lo logramos, y en mi despedida terminaron levantándome a hombros. ¿Y sabes? Para mi sorpresa, ¡había venido a ver la final el gran Luis Fernando Suárez! Cuando lo vi me abrazó, y me dijo ‘Tú sí fuiste un buen pupilo, Guido’».
El ‘Betis de España’, el de Guido, consiguió campeonar cinco años consecutivos. Dos en edades de 6 a 8 años, y tres más con la misma generación ya en categoría de 9 a 11 años. No en las ligas adultas, pero sí en las divisiones que más le importaban a nuestro protagonista. «Hicimos un buen equipo», me contó. Con el paso del tiempo y el cambio de diseño de camisetas, la gente volvió a referirse a la Fiorentina por su verdadero nombre. O quizá con el de otro club. Qué más da: Quito ya formaba parte de la inigualable historia universal del manquepierda. Por eso, pero sobre todo por haber dedicado su vida a cultivar los valores de lo que muchos entendemos como balompié –no confundir con fútbol–, Guido merece este homenaje.